RETABLO CONTEMPORÁNEO: MODULARIDAD, COSMOS Y MICRO-COSMOS EN MI OBRA (1992/1993)
Fase 1992–93 — El origen modular: habitaciones, sombras y el impulso mural
En los primeros años de 1992 y 1993 aparece con claridad la semilla de lo que, con el tiempo, se convertirá en una constante de mi obra: la construcción de un mundo extenso a partir de fragmentos pequeños, un impulso mural que nace desde la precariedad material y la necesidad narrativa. Las piezas de esta etapa, realizadas sobre tablas recuperadas, ya anuncian un lenguaje que combina serialidad, articulación espacial y una atmósfera íntima y espectral.
Son obras concebidas como retablos fragmentados: conjuntos de paneles que pueden expandirse, contraerse o reorganizarse, como si cada módulo fuese un capítulo autónomo dentro de un mural mayor. Cada tabla encierra una escena: habitaciones angulosas, ventanas encendidas, figuras solitarias que parecen atrapadas en un silencio espeso. Hay un gótico doméstico, una suerte de teatralidad mínima donde las sombras funcionan como personajes. El color vibra con intensidad—azules densos, rojos que parecen vidrio quemado, amarillos eléctricos—creando un contraste entre lo íntimo y lo inquietante, entre lo cotidiano y lo sobrenatural.
En estas primeras composiciones, la narrativa está cercana al cómic, no por lo pop, sino por la secuencia: cada panel es un fotograma, una viñeta que empuja al siguiente. Lo que emerge no es una historia lineal, sino un espacio psicológico: habitaciones viscerales que funcionan como estados mentales. La pintura opera como arquitectura emocional, con fugas y perspectivas rotas que insinúan mundos adyacentes. Las figuras, casi siempre solas, son observadores y al mismo tiempo presencias fantasmales: habitantes de un interior simbólico.
Aquí nace también la idea del cosmos y el microcosmos, que más adelante será fundamental en mis retablos contemporáneos. Cada módulo es un mundo en sí mismo—cerrado, autónomo—pero sólo cobra sentido pleno cuando se integra en una estructura mayor. Esta dialéctica entre parte y conjunto, entre célula y organismo, se convierte en el eje conceptual que guiará mis mosaicos monumentales, mis ensamblajes posteriores y los tableros que vendrán años más tarde.
La fase 92–93 es, en el fondo, el primer laboratorio: el descubrimiento intuitivo de que una obra puede crecer indefinidamente si se piensa como sistema, no como objeto único. Es el origen del retablo entendido no como altar, sino como mapa emocional expandible, como territorio mutable donde la pintura, la figura y el espacio dialogan en un continuo que puede reconfigurarse según el ánimo, el lugar o el tiempo.
*Nota: en 1992, acabo de empezar estudios en la Facultad de Bellas Artes en la Universidad Nacional de Colombia, con sede en Bogotá, a los 17 años.




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